Decía Jean Cocteau que los poetas no mueren, sólo fingen dormir profundamente. J. M. Briceño Guerrero (entre otros nombres posibles, también conocido por el parónimo Jonuel Brigue) tuvo una muerte hermosa, según me contó su compañera de vida y pensamiento Jacqueline Clarac. Asistí a las clases magistrales de Briceño Guerrero, a quien yo llamaba furtivamente B. G., le traté amicalmente, recibí con agrado sus consejos (aunque no los aplicase) y me prodigó el inmenso honor de que leer algunas de mis líneas, porque todos tenemos el privilegio de leer las suyas. No puedo estar en este ocaso plomizo y púrpura en Mérida, entre los perfiles obscuros y gélidos de la Sierra Nevada, acompañando con mi dolor el dolor de los amigos. Pienso en la serena entereza de Sócrates al vaciar el cáliz de veneno, en la Elegía de Miguel Hernández a la muerte de Ramón Sijé, en el mensaje de despedida que Isaac J. Pardo escribió para Miguel Otero Silva, en la ceremonia fúnebre ante la muerte de una cigarra y en un verso de Dylan Thomas: “como una puntual muerte hacemos tintinear las estrellas.” Son estas líneas harapientas el gesto seco de la pena, una desgarradura silenciosa, la lágrima cautiva en el cerco de los ojos, cenizas con ansias de incendio.
En la obra escrita de J. M. Briceño Guerrero convergen la poética, la ética y la estética como fuentes que dan origen al portentoso río de la palabra. Desde ¿Qué es la Filosofía? (1962) hasta Para ti, me Cuento a China (2009), que son los extremos editoriales de mi inconclusa colección de sus obras, pasando por esa cumbre de autoconciencia temprana que es El Origen del Lenguaje (1970), Briceño Guerrero se sabe esencialmente hecho de la sustancia misma de las palabras. Evidentemente respira, ama, observa, piensa, siente, encuentra, goza, se sorprende y lo sorprenden, pero para que esta variedad de experiencias vitales puedan ser, deben ser palabras: “Desde siempre la experiencia vivida en la palabra me pareció más real que el contacto directo con las cosas. No sentí al lenguaje como representante del mundo que los sentidos me entregaban, ni como camino hacia él, sino como ámbito de una realidad más fuerte y cercana a mí. No sólo lo que yo percibía, también todo lo que hacía y sentía mostraba signos dolorosos y grises de inferioridad y exilio en contraste con la plenitud verbal. Todos los seres eran para mí aspirantes obscuros a una dignidad que sólo la palabra podía darles y hasta su débil existencia provenía de sus nombres; una existencia prestada, pues el centro de gravedad y de prestigio se mantenía en los nombres.”
En El Laberinto de los Tres Minotauros (1994) convergen tres obras quintaesénciales en las que Briceño Guerrero aborda los discursos que han dominado la historia y el pensamiento latinoamericano. En la Identificación Americana con la Europa Segunda (1977), El Discurso Salvaje (1980) y Europa y América en el Pensar Mantuano (1981), Briceño Guerrero vivisecciona los tres discursos siempre presentes, diversos y antagónicos en la producción intelectual, la acción política, los programas institucionales y las actitudes emocionales en Latinoamérica: El discurso europeo segundo, importado desde fines del s. XIX, que resume las ideas del racionalismo, la ilustración y la utopía social. El discurso mantuano, cristiano e hispánico, que gobierna la conducta individual, las relaciones familiares y las nociones de felicidad, honor y dignidad. El discurso salvaje que se manifiesta en nuestras más íntimas emociones y socaba a los otros dos con el sentido del humor, la embriaguez y un secreto y absoluto rechazo por todo.
En este momento abro con pesar Amor y Terror de las Palabras y en un fúnebre homenaje leo en voz alta: “En palabras fui engendrado y parido, con palabras me amamantó mi madre. Nada me dio sin palabras. Cuando yo comencé a preguntar ¿qué es eso? No pedía la ubicación de una percepción en un concepto; pedía la palabra que abrigaba y sostenía aquella cosa, para sacarla de la orfandad, para arrancarla de la precaria existencia suministrada por la palabra cosa, indiferente y perezosa madrasta, y restituirla a su hogar legítimo, su nombre, en el mundo firme de mi lengua.” Esta noche J. M. Briceño Guerrero y Jonuel Brigue deletrean la palabra Eternidad y la conjugan como un verbo, rastrean su origen hasta el principio de los tiempos.
Solitario en mi biblioteca abro un libro y recito la declaración de Dylan Thomas venciendo a la muerte:
“Y la muerte no tendrá poder.
Los hombres desnudos han de ser un solo
con el hombre en el viento y la Luna poniente;
cuando sus huesos queden limpios y los limpios huesos se dispersen,
ellos tendrán estrellas en el codo y en el pie;
aunque se vuelvan locos serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán,
aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor;
y la muerte no tendrá poder.”
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