Era Carnaval. La flaca y vieja Cuaresma del cuadro de El Bosco había sido derrotada por el jocundo y juvenil Rey Momo a horcajadas en su barril vacío. Agridulce año del Señor de 1982: cuando el público vio nacer, crecer y extenderse como una mancha de aceite sobre el agua la fama mediática de E.T. (el extraterrestre), siendo su partero Steven Spilberg, joven director salido de las fauces millonarias de Tiburón; aquel año unos pocos solitarios tomaron nota de la disolución de la vida tormentosa y alucinada de Philip K. Dick, quien escuchaba la voz de un satélite orgánico que era la materialización de la Gran Inteligencia Cósmica como Sistema.
En la Urbanización Cruz Verde de Coro –la UCV de los camioneteros, buseteros y taxistas– las dimensiones paralelas de universos simultáneos se superponían las unas a las otras con cuidada indiferencia. La entropía día a día nos arrastraba a todos desde el Big Bang hasta el desgarramiento final de la materia, cuando los átomos se esfumarán como un soplo. En la UCV no abundaban los cosmólogos ni los astrónomos, aunque todos leían sus horóscopos y seguían la vida (efímera) de las estrellas de las telenovelas y los campos deportivos. La Tierra era una nave espacial huérfana que llevaba adherida un parche de singular humanidad que vivía su vida un día por vez.
Radio Coro Popoluarissiimaaa voceaban las ondas hertzianas en las radios de las cocinas y los autos por puesto. El sol de la llanada caldeaba sus amarillos y calores en el seno de su horno termonuclear. Desde hacía meses la fama de E.T. era global. Había sobrevivido a una maquinación gubernamental, había resucitado de entre los muertos con su dedo levantado firme y rojo como un bombillo de burdel, había cruzado el cielo montado en la parrilla de una bicicleta disfrazado de vieja. Ahora, en la Cruz Verde, zona roja en la cartografía policial, barriada con ínfulas de urbanización, E.T. se acercaba en un camión sin barandas a una cita con el destino.
La caravana de tres autos marchaba por la calle lanzando caramelos y papelillos a diestra y siniestra. Los niños barrigones como garabatos cubistas chillaban desde las aceras y se abalanzaban sobre los dulces como una jauría de licaones. Las niñas saltaban como pequeños gorriones, graciosamente saludaban al visitante de otro mundo, y descendían como harpías sobre los caramelos astillados. A la vuelta de la esquina la Muerte mascaba tabaco, escupía manchas oscuras de mala suerte en el polvo, mientras lanzaba una moneda de plata al aire.
Radio Coro Popoluarissiimaaa gritaba el reportero. Lo oí en el radio de la cocina. E. T. está llegando a la Cruz Verde. E.T. –gritaba–, el extraterrestre, viene a saludar a los niños y las niñas de la Cruz Verde. El desfile avanzaba con la solemnidad una procesión política. Los infantes se arremolinan como un tsunami al paso de la caravana, un Mar Rojo de juveniles ilusiones que se despeña hacia su cauce. Figuras burlescas, como los rostros desfigurados de la Entrada de Cristo en Bruselas de Ensor, flanquean aquellas playas ilusionadas. La Muerte sonríe, reclinada en la esquina, jugando con su moneda de plata a cara o cruz. El aire salado lleva la melodía hecha girones del caribeño Pedro Navaja y su abuelo teutón Mack the Knife. Un policía interroga a un borracho abrazado al poste: ¿Vio a un tipo flaco como un personaje de El Greco doblar la esquina? El borracho responde sin soltar el poste: Cuando ya llegué la esquina ya estaba doblada.
A la carrera salgo de casa. Cruzo con geométrica precisión el triángulo isósceles que me lleva a la calle por donde pasara la caravana del ilustre visitante. Veo a un hombre vestido de negro que habla con una varilla eléctrica; es el reportero que vocifera Radio Coro Popoluarissiimaaa. A su lado hay una figura rechoncha como un gran terrón de bosta, un cono pardo de arrugas concéntricas que piramidalmente se levanta hacia un dedo rojo como el bombillo de un burdel. Un dedo con aire pornográfico, pienso inocentemente…La mirada de E.T. está perdida entre las paredes y la gente, ve sin mirar, como si la fama y la bulla no pudiesen atravesar su piel de plástico duro. La Muerte ataja la moneda al vuelo, con un rápido movimiento la cubre contra su antebrazo, aguarda expectante un nanosegundo y lentamente la descubre y la sonrisa se marchita como un cadáver en su boca.
La caravana de tres autos solemne pasa frente a mí. E.T. levanta y sube el cuello como si fuese un balancín de esos que desangran el petróleo. El dedo titila bajo el sol ardiente y apunta arriba, hacia el espacio y más allá, hacia el vientre termonuclear de las estrellas invisibles. Un tipo flaco como un personaje de un cuadro de El Greco o como los pistoleros de la novelas del Oeste, sale como una sierpe del crucigrama de una vereda. Los ojos inyectados de sangre anuncian una noche turbulenta. El pelo mugriento le cuelga en la cara como lianas selváticas. Se arquea como un lanzador de grandes ligas y lanza una pedrada necesariamente certera, necesariamente letal. La piedra impacta contra la cabeza de E.T. que se tensa, se dobla y se rompe en un ángulo imposible. Del cuello mutilo sale y se oculta un tubo negro como sangre mineralizada. La cabeza de E.T. pende de un girón de su piel de plástico y se balancea. El reportero se agacha pero no suelta el micrófono. Mientras hace señas al conductor de que acelere, grita: E. T. está herido. Yo pienso que con esa herida debe estar muerto.
Decía Philip K. Dick que la esencia de la Ciencia Ficción es la desfiguración conceptual que, desde el interior de la sociedad, origina una nueva sociedad imaginada en la mente del autor, plasmada en letra impresa y capaz de actuar como un mazazo en la mente del lector, lo que Dick llama “el shock del no reconocimiento”. El lector sabe que aquello que lee no se refiere a su mundo real. Podemos hablar de la suspensión del “principio de realidad” virtud a la confabulación del autor y el lector para co-crear un mundo (con sus leyes) al margen del continuum espacio-temporal que ambos habitan en una esquina de Universo conocido.
El reportero se oculta tras el equipo de sonido, con una mano sostiene el cuerpo tambaleante de E.T. y narra: En la Cruz Verde un maleante ha herido a E.T. Un malviviente que desea arruinar esta jornada de alegría ciudadana. Pasado el tiempo aquella gesta radiofónica en la calle detrás de mi casa se entrelazará en los agujeros negros de mi memoria con la narración que Herbert Morrison hizo del desastre del dirigible LZ 129 Hindenburg. De eso están hechas las grandes noticias. “¡Oh, la humanidad!” E.T. ha sido herido, grita el reportero. Y la cabeza se balancea sensual y torpe al ritmo de la noticia.
La caravana de tres autos de fragmenta. El camión que lleva el cuerpo de E.T. cruza la próxima esquina por la misma calle que lleva al hospital, sólo una ruta cualquiera de escape. Lo último que veo de E.T. es su cabeza que colgaba como una mochila en la espalda. El reportero vestido de negro asoma el micrófono por detrás del equipo de sonido y vigila por lo bajo para otear de dónde podrá venir la próxima amenaza que nunca llega. Vuelvo a casa con una insana alegría acunada en el corazón como un pájaro.
Aquella noche soñé con la Mano Pelúa, que se colgaba de la ventana como un murciélago, que se dejaba caer sobre la almohada, que reptaba hasta mi cara, que hundía sus dedos cadavéricos en mi garganta. Desperté en otro sueño. Los Sacasangre merodeaban en el laberinto de veredas de la Cruz Verde. Cada mañana un niño era encontrado en la cama sin una gota de sangre en el cuerpo, en la mirada retratado en espanto final. Pero no había misas, ni noticias en los periódicos, ni velorios, ni cadáveres, pero ello no era argumento contra la fuerza de los temores infantiles. Carne frita de Wub, el enorme cerdo filosófico marciano, del delicioso cuento de Philip K. Dick, cerdo sabio y pacífico que posee nuestra inteligencia cuando lo tragamos en salsa y chicharrones suculentos y humeantes y sabrosos y así somos, como dice el refrán, lo que comemos: cerdos nómadas, siderales. Aunque, para ser sincero, es más de mi agrado el antiguo refrán chino que recomienda: hay que comer hasta estar casi satisfechos.
No puede matarse un mito. Los mitos se transforman o duermen, pero no mueren. Al día siguiente E. T. siguió su peregrinar por las barridas de Coro. Veía sin mirar, ajeno y distante a la bulla y la fama. El dedo burdelario apuntaba al infinito mientras encendía y apagaba. E.T., más sabio bajo su piel dura de plástico, no volvió a pasear por lo maravilloso cotidiano de la Cruz Verde. Esta es una vida maravillosa.
Camilo Morón
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