Las
masivas intervenciones en la Zona Histórica de Santa Ana de Coro, declarada
Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1993, han generado opiniones encontradas,
por decir lo menos. En una acera, estamos quienes consideramos el patrimonio
cultural de la Nación, consagrado en el artículo 99 de la Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela, como el legado de las generaciones
pretéritas que debemos gerenciar las generaciones presentes en beneficio de las
generaciones venideras. Es el legado tangible e intangible de nuestros
ancestros que nos ayuda a definir quiénes somos en el presente con luces de
futuro. En otro lado, están quienes vieron, ven y verán en el testimonio
material de la historia una carátula tras la cual ocultar su afán de lucro y
soberbia de sátrapas regionales que mancillan la digna profesión del
funcionario público. Éstos lo valoran como una membrana, carente de
profundidad, en la cual proyectar su propaganda y mejorar sus finanzas, para
ellos el patrimonio cultural es un espectáculo. Y, finalmente, hay quienes sin
saber, ni poder, ni fortuna, alquilan sus plumas y sus menguadas ideas por un
salario raquítico o por un cargo de confianza
de tercera categoría.
Las
plumas tarifadas pretenden desacreditar las opiniones de quienes, como
venezolanos y corianos, hemos manifestado nuestras opiniones sobre lo que
juzgamos desaciertos en las intervenciones en el patrimonio histórico de la
ciudad. ¿La respuesta a nuestras observaciones? Ellos hablan crípticamente de expertos,
como si la formación universitaria fuera una mácula. Quienes así opinan
muestran un desconocimiento soez y brutal de la historia patria, sólo
comparable a la profundidad sus complejos sociales, ven el conocimiento un
rasgo de clase, la señal de una élite destinada a gobernarlos. La verdad
histórica es otra: la democracia venezolana, en su sentido amplio, ha liberado
el conocimiento en cuanto lo ha hecho genuinamente popular, allí están las
ideas de libertadores del pensamiento como Simón Rodríguez, Mariano Picón
Salas, Mario Briceño Iragorry y Luis Beltrán Prieto Figueroa, para quienes
desee beber directamente en las fuentes.
Las
normas para la gestión acertada del patrimonio urbanístico de las ciudades históricas
han sido atesoradas en la escena académica internacional desde 1931. El primer
documento de una larga lista de referencias acreditadas es la Carta de Venecia,
inspirada en los criterios del restauro científico propuestos primeramente por
Camilo Boito y Gustavo Giovannoni. El
restauro crítico fue la respuesta científica y moderna a las directrices
románticas del restauro del siglo XIX, representado por pensadores tan
disímiles como E. Viollet-le-Duc, J. Ruskin y A. Rielg. Ni entonces ni ahora, ha
habido una sola manera de gestionar el patrimonio; pero ello no es óbice para
que exista consenso sobre un conjunto de prácticas saludables: documentación,
prevención, autenticidad, reversibilidad, mínima intervención.
Quienes
han pretendido desacreditar, sin lograrlo, las opiniones de quienes hemos
asumido el estudio y la preservación de los testimonios de la memoria histórica
como una pasión y una profesión, ayer lustraron otras botas a las que hoy
ladran. Nuestras observaciones están avaladas por años de estudios formales y
no por cargos políticos, por las leyes nacionales e internacionales y no por la
discrecionalidad de los cargos de turno, por la solidez de la ciencia y no por las agendas
de negocios, y finalmente, están sustentadas en nuestra esencial condición de ciudadanos.
En comunicación dirigida al Instituto del
Patrimonio Cultural (IPC), ente rector de las políticas de gestión del
Patrimonio Cultural en Venezuela, a la autoridad única de turismo en el Estado
Falcón y al Gabinete de Cultura del Estado Falcón, hemos expresado nuestro
pensamiento:
El discurso que acompaña la guiatura en la Casa de las Ventanas de Hierro
resulta ofensivo para quienes somos herederos culturales y genéticos de los
esclavizados. No se ajusta a los testimonios históricos y etnológicos, de ello
resulta una representación caricaturizada de un grupo humano. Tanto desde el
punto de vista museístico como de la ciencia histórica, la presentación como
los contenidos del referido discurso resultan contrarios a la socialización de
los saberes. Por lo demás, carece de elementos docentes que trasmitan de manera
clara y precisa los valores culturales, históricos y estéticos asociados a esta
casona emblemática de la corianidad.
La disposición de señalética de información en la fachada de las casonas
históricas, museos y edificaciones religiosas vulnera la visual del conjunto
urbanístico. Esta práctica es desaconsejable según los razonamientos de los
documentos nacionales e internacionales en materia del patrimonio cultural y
por los criterios científicos modernos de la conservación y restauración.
Parejamente condenamos la destrucción de dicha señalética que no hace más que
agregar fealdad a algo desde un comienzo ya bastante malo en sí.
A los funcionarios gobierneros podrán no gustarles las opiniones de quienes nos preocupamos por la historia no por casualidades políticas sino por pasión y profesión, por estudio y convicción. Los escribientes asalariados podrán lustrar las botas de sus amos de turno. Estos tales no saben ni escribir ni organizar el escalafón que progresivamente va del Licenciado, al Magister, al Doctor y al Ph.D, aunque estos últimos sean equiparables. En varias ocasiones ha fluido desde la misma sentina ideológica la descalificación personal como toda respuesta a las observaciones críticas y argumentadas. Al escribir estas líneas, cumplo con un deber profesional como historiador, educador, historiador del arte, etnólogo y, más sencillamente, como coriano.
Mgs. Sc. Camilo Morón
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