Ocurre que la noche es una estancia, plena de aromas, voces, cuerpos y susurros, se oculta el estío en el ébano; como flor carnívora el recuerdo se abre paso en el vientre callado y oscuro de la tierra:
“Qué hablan, qué discuten
Acaso escuchan que el corazón
De ese alguien se anuda
Y desnuda en sus raíces.”
Esos árboles humanizados, esas presencias vegetales con temblor de carne viva –acaso metafísicamente temerosas– tejen en el aire y en la piel de la palabra una Gramática:
“Qué dicen, qué callan
Qué vocablo mueve sus ramas.”
Poética poblada de árboles ensimismados –siempre poética botánica– que con insistencia recuerda aquellos árboles medievales que trocaban sus hojas en pelaje y balaban como corderos, o aquel estupendo árbol-gusano –exorcizado científicamente por Lazzaro Spallanzani– que florecía en la remota China, siendo gusano durante el canoso invierno y, ¡asombra decirlo!, ese gusano se trasformaba en árbol bajo la caricia juvenil del verano, y todo ello en virtud de la fuerza vegetativa. O quizás recuerde aquel árbol que cantaba el amor a un ave que florecía.
“Qué describen en el aire sus hojas
Qué dialogo suscita la altura
De sus frondas y tallos macizos
Donde ese alguien se detuvo.”
Lejos está esa gramática vital de ser alígera o sencilla; au contraire: recuerda el destino de los héroes griegos –aunque aquí son otros viajes; otros océanos los surcados–:
“No creas que puedes sustraerle
a la vida unas comas
Tan sólo unas comas
aunque sea para despojarte
cuando en la página
respiras.”
Los nuevos océanos son la dimensión renovada de lo cotidiano: como asombro, como alegoría, como fábula. En virtud de la alquimia poética, César Seco modifica las atmósferas, ilumina con luces y sombras móviles sujetos y sentimientos con trazo rápido, casi expresionista:
“Son mis ángeles dos mudos: Me acompañan una canción que no escucho.”
Otros paisajes participan de esa mixtura, de esa sed de síntesis donde impresiones procedentes de ámbitos disímiles se fusionan en el apretado abrazo de la palabra:
“Nadie como la playa donde nada suena
Nada como las olas devolviendo el mar mudo
Cielo de mugre, cama, puerta.”
También está el vacío –como una garganta–, pared que sostiene lo cotidiano, que lo desnuda y devela ante su cristalina transitoriedad, como una gota de lluvia en una copa, como una vibración nacida en una ventana al paso femenil de la lluvia:
“Estos días ya no tienen mis pies
Lo que borran detrás es hilo indiviso
Trozo de nadie, escalera sin sostén
Escucho el agua como nada escucho venir.”
El vacío es una entidad, semeja aquellas reflexiones de Sartre en un hipotético bar de parroquianos al que llegamos sólo para entrenarnos que aquella a quien esperábamos encontrar no está y sentir que su vacío es una presencia…:
“Allá arriba el lobo aúlla
Pasadizo en sus ojos no hay
En su pelambre no hay luna
No hay donde saltar
Aúlla allá cual si una mano sustrajera una estrella.”
Una serie de condiciones cuidadosamente referidas por su ausencia, una serie de presencias detenidamente enmarcadas en el vacío: un espacio pleno de silencio y de nada. Pero ante esta invasión gradual, como de arena, se impone la Poesía como una geografía urbana:
“Antes de cruzar hacia la calle Rimbaud
te has detenido en la esquina Vallejo.
Compartes un café con un extraño
y esperas una mujer que no llegó.”
En esta geografía los pasos llevan inequívocos al centro; calles y avenidas son enigmas, estos enigmas señalan encrucijadas de lo eterno:
“Nuevamente te encuentras subiendo
por la calle Dostoyeski y no te animas
en seguir por la redoma Baudelaire.
Si supieras. Ya tu sombra
Ha despertado paredes y aceras…”
“Belleza es solo un instante en el espejo” –dice el poeta con un dejo de cálida nostalgia; eco de las desérticas consideraciones astrológicas de Kheyyam–. “Es tu vida, pero es hora de volver al bosque.”
Un juego de imágenes como rostros en una galería de espejos que se desplazan. Debemos recordar –antes que nada– que la Poesía es alquimia:
“Esta noche cruje la rama
Y el mortero la porción
El mar trajo el faro a la mesa
Y el faro, una mujer.
Soluble es ya la casa, alcohol
Triturado, voz de árbol
Escuchando su música de pie.”
La metáfora es la piedra filosofal de la poesía: ella trasmuta en el oro de la palabra el plomo inconfeso del sentimiento, ella troca a las mujeres de sombras en efigies luminosas. La metáfora revela la condición oculta de los seres y las cosas; nos dice, por ejemplo, que una puerta es todas las puertas y una rosa muerta es todas las rosas. Así es posible enterarnos:
“Pero el silencio habla de otra manera
O acaso de la manera única como borra
El centello del luz en Manhattan
Que la pantalla ofrece virtual:
Anoréxica muchacha gringodream conectada
A la red sin percatarse de que el futuro
Tiene dos torres menos.”
Decía el genial Antonio Machado que al estudiar más despacio los fenómenos de la lengua viva, nos habremos apartado bastante de la literatura, pero no mucho –como podría parecer– de la poesía. Por su parte, R. P. Félix Restrepo hace notar en su obra El Alma de las Palabras: “Así como el hombre se compone de cuerpo y espíritu, así también la palabra tiene una parte corporal y sensible y otra parte espiritual que constituye su alma.” Es poco menos que evidente, pero es este tipo de verdades las que deben ser destacadas: la Poesía está hecha de palabras.
Las emociones –alegres o sombrías–, las imágenes –afortunadas o rebuscadas–, los ritmos –los que quieran–, las ideas –las que haya– son propiedades anecdóticas, casuales o quizás, simplemente, accidentales. La poesía es un espacio químicamente puro de palabras, palabras y palabras; insistimos: palabras. La mujer armada, la noche constelada, la soledad, la muerte de los amantes, el exilio de la patria, la indignación ante la injusticia son caminos, sendas, rutas a un encuentro de palabras.
El Viaje de los Argonautas y otros Poemas es un ágape, una celebración de la palabra: en esta fiesta, las palabras muéstranse como colores primarios; las sombras están urdidas con la trama de las ausencias; las claridades son espacios de plenilunios: la amistad, el aroma furtivo que deja en el alma la amada ausente. La poesía es un espacio de encuentro:
“Todos vienen aquí puntuales
una vez ordenada la correspondencia
que legítima traslados de mercancía.
Aquí los recibo a todos
sin soñar por no poder dormir,
una vez hacen su entrada y ocupan
cada uno el espacio donde mejor
puedan avenirse al mobiliario
sus desteñidas siluetas.”
“Una voz que se busca a sí misma –leemos en una breve nota a esta obra– hasta alcanzar la plenitud, la eficacia de su decir, es el recorrido al que invitan estas páginas. Este su medido y desmedido intento: la alteridad o el desvarío. El viaje, la traslación, lo real y lo referente, el sujeto y la historia.” César Seco nos muestra las nervaduras que comunican los seres y el devenir, ese ir paso a paso hacia la permanencia del instante: “Por un instante el relámpago permanece / y mis ojos parten a buscarlo. / Sed y agua las líneas de tu rostro. / La rosa demora en aparecer, pero aparece.” Estas palabras tienen una tradición, se remontan a las noches orientales, asediadas de madrugadas de los Rubaiyat: hablan del anhelo de permanencia de aquello que perece. Nacen y surcan en el mismo río de la fáustica exclamación de Goethe: “!Detente, instante: eres tan hermoso!”
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