Se alza en el horizonte un azul de piel e infinito, un azul en la distancia rayano en blanco, un azul fugazmente eterno. Indolentes, desgarrados cirros son islas vaporosas en caminos de viento. Abajo, de este a oeste, un zamuro, mensajero de la Muerte, pinta el cielo. La fronda y el murmullo del agua que corre entre rocas milenarias es un templo. Y pienso en este paisaje serrano que nacer en la montaña configura una geografía espiritual, poblada de duendes y seretones, con simas del alma hondas como haitones. Hechizado por el baile audaz de la Luz entre las hojas, relampagueo silente en la morada de las plantas, pienso en los signos del nacimiento.
Hugo Fernández Oviol nació en Cabure, y no en otra parte. Nacer en Cabure es volar con Carlos Rivero Solar vuelos visionarios y remontarse en matemáticas de izquierda en las naves circulares de Ibrahím López García; nacer en Cabure es arder en montoneras indígenas con los Jiraharas, “los perrazos y traidorazos” como les llamaron los Cronistas y los funcionarios coloniales, quienes no les perdonaron su resistencia a dejarse esclavizar; nacer allí es irse con los guerrilleros en campañas luminosas a tomar el cielo por asalto. Y como el poeta nació en Cabure, pudo escribir con claridad meridiana de sol: “Yo sencillamente he dicho: no quiero que mi hermano sufra hambre, no quiero que le roben su trabajo, no quiero que sea muerto en tierra extraña…” Y, sin embargo, había gente enfurecida, dispuesta a romperle la guitarra, empeñada en disecar la voz que canta sobre un madero oscuro, resuelta a convertir los huesos en harina carcelaria. Esta rabia apenas explicable surge como reflejo invertido de la solidaridad; como hace notar Inti Clark Boscán: desde los primeros poemarios de Fernández Oviol, la escritura es un acto solidario, de reconocimiento del otro que padece y mengua, es palabra que participa de la corriente comunal, “…una región viva que quiere tender puentes y descifrarse…”
En esta Noche, en los márgenes interiores de la Sierra, lejos, remotamente lejos de los furores cuadriculados de la ciudad, desvestido de mis inquietudes y supersticiones de ciudadano, simplemente habitante de la noche, espectro en la casa de la niebla, agazapado de la humedad de la montaña como un animal salvaje, entiendo que: “Poeta es quien aprieta un pedazo de carbón y lo convierte en un diamante… y luego lo regala como quien da un pedazo de carbón.” Y recuerdo en el fresco olor de mujer de la Noche cabureña, que los poetas no mueren, sólo fingen dormir un poco más profundamente…para mejor poder soñar.
Camilo Morón
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