sábado, 11 de marzo de 2017

Ramón J. Velásquez: Entre dos Prólogos y una Confidencia Imaginaria



Ramón J. Velásquez fue periodista de la historia e historiador de la noticia. Testigo y actor de la historia política y cultural venezolana, desde la trinchera del periodista comprometido hasta la tribuna del funcionario público. Electo por sus pares políticos, también fue electo por el sufragio universal del pueblo venezolano. Desde 1961, promovió los numerosos volúmenes de la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses (BTAT): testimonios de la memoria vital de una región, del devenir colectivo en el tiempo y en el espacio, impreso en caracteres de imprenta. Los tomos de la BTAT son modelos para bibliotecas afines en otras regiones del país, desde los Médanos de Coro hasta el Delta del Orinoco.
En un obituario que viajó por el ciberespacio, como una botella sin destino en un océano de bits, escribió Leandro Área Pereira: “Dicen que murió Ramón  J. Velásquez y no lo creo; pero en verdad parece ser así, al menos por el vigor y la sonoridad con que se sabe a esta hora entre amigos de tantas vecindades que se avisan (como suelen hacer las tribus), y que él atesoró durante 97 años de vida transcurrida en este laberinto nombrado Venezuela… Llegó a ser Presidente después de ser Ministro de tantas cosas, pero fue sobretodo un político abierto y dialogante, que en siete meses, durante su gobierno, logró que el barco de la democracia no se hundiera definitivamente frente a los demonios de la dictadura que por allí andaban sueltos. Luego se dedicó al retiro militante y siguió hablándole al país del futuro próspero y democrático que nos espera. Ahora que está muerto, no dejemos a su espíritu descansar en paz, antes bien abonemos el país con su enseñanza. A quien tanto nos dio, mucho debemos y más ahora ido. Su vida es un orgullo, no una estatua.”
Esta trayectoria vital no la alcanzábamos a ver desde la cortedad de los años juveniles en las aulas de la Escuela de Historia de la Universidad de Los Andes, y hacíamos chistes crueles sobre el viejo historiador que no leía lo que firmaba, hasta el punto de indultar desprevenidamente a un narcotraficante. Admiradores como éramos antaño (y hogaño) de “La Caída del Liberalismo Amarillo” y “Confidencias Imaginarias de Juan Vicente Gómez”, se nos hacía difícil comprender cómo pudieron pasarle gato por liebre en aquel escritorio de Miraflores; sobre todo si Velásquez debía saber por experiencia ajena y por enseñanza de la historia (que él mismo había escrito) que debajo se esas flores de papel se arrastran los mapanares. Cuentan que cuando llegaron los parlamentarios a su casa a ofrecerle la Presidencia de la República, dijo a los emisarios que aquella escena era como un eco distintivo de la historia de Venezuela y que esa presidencia bien podía ser un “regalo griego”, como aquel caballo de Troya.
Las lides políticas fueron descritas por el novelista, militar y político Manuel V. Romerogarcía en la dedicatoria que hiciese de la primera novela venezolana, “Peonía”, a Jorge Isaac, autor colombiano de “María”, en estos veraces y poco halagadores términos: “Vos sabéis, por propia experiencia, que en las luchas políticas se arroja lodo al rostro del enemigo cuando no se lo puede vencer gallardamente.” Fue en estas arenas movedizas de las lucha políticas donde brillaron las cualidades de bonhomía, caballerosidad y amplitud intelectual e ideológica de Velásquez. Ilustremos esta faceta de su persona con las luces de dos prólogos y una confidencia imaginaria.
Nadie es profeta en su tierra, reza amargamente el refrán. Pero el refrán no precisa si esa tierra es la natal o la tierra patria. El recuerdo de Pedro Manuel Arcaya trae a la memoria de Velázquez, este retrato físico y moral: “Fue de buena estatura y miembros bien compuestos, de muy buen rostro, blanco y que tiraba a rubio, y de presencia tan venerable que procuraba respeto y muy agradable a los que lo trataban. Hombre de recia complexión lo fue Arcaya. Ya en la vejez la cabeza semejante a un calvero bajo los rigores del invierno. Señor al viejo estilo, parecía estampa de otros tiempos, al unir sencillez y gravedad en el trato. Así su estilo, sencillo, sin afeites, desprovisto de adornos.” Destaca Velázquez que Arcaya no se aferró a teorías ni doctrinas: “En este sentido es encomiable su actitud, ya que ha sido uno de los pocos venezolanos que se han atrevido a renunciar públicamente a reductos doctrinarios o filosóficos.” Arcaya extrapoló en la escena política las que consideraba las últimas consecuencias del positivismo sociológico. Recordemos que Velásquez fue militante de Acción Democrática y que Arcaya fue uno de los prohombres del dilatado régimen de Juan Vicente Gómez.
En ocasión de trazar unas líneas en el frontispicio de la obra de Arístides Bastidas, “El Anhelo Constante”, escribió del antiguo colega de faena periodística: “Extrovertido, de ánimo polémico, descubridor del mundo de la ciencia y la literatura, Bastidas fue todo un problema, desde el comienzo de su vida profesional en el periodismo y de militante político [La Juventud Comunista], por su desconocimiento sistemático de los valores consagrados y por su empeño en defender ciertas tesis que caían en el pecado de la heterodoxia. Pero a diferencia de muchos de muchos de sus contemporáneos y conmilitones que se conformaban con aprender los formularios que consagraban el dogma comunista, Bastidas era un lector sin sueño, ni cansancio, de todos los libros sin querer clasificar a sus autores en reaccionarios y revolucionarios, como era la norma impuesta.” Se conocieron el los lejanos días 1943, en renovación periodística en las páginas de “Últimas Noticias”, y fueron amigos hasta que la muerte fue poniendo barreras insalvables. 
En una obra notable, encrucijada de historia, periodismo y literatura, Ramón J. Velásquez entrevistó a Juan Vicente Gómez. El Gómez que encontramos en las primeras páginas de las “Confidencias Imaginarias” es el muchacho campesino de la fina familiar La Mulera, en las montañas del Táchira, que parece venido del caserío de Macondo, deshojado de “Cien Años de Soledad”: “Todo el territorio de la hacienda La Mulera queda en el páramo y de noche, cuando baja la niebla y hay luna llena, los miedosos y las mujeres empezaban a ver fantasmas, porque de verdad entre la niebla y la luna, si uno se pone a ver con curiosidad pues se forman seres como de humo, como de otro mundo, como espíritus, pero eso no es nada, sino visiones de uno mismo y la gente miedosa se pone a decir que son fantasmas. Y es hasta bonito, porque la niebla es como las nubes, que  si uno se pone a mirar el cielo empieza a ver barcos y montañas y ángeles y no son sino caprichos del viento con las nubes y en la noche caprichos de la neblina con la luna.”
Como ocurría en los paisajes rurales de Coro y Guayana, sobrevivían en el imaginario campesino creencias medievales y ritos indígenas. Junto a los fantasmas y los hechizos, los curanderos y los brujos se aliaban con los santos y las santas para sanar los cuerpos y salvaguardar las almas. Los retratos del historiador positivista, del militante comunista entusiasta de las letras y las ciencias, y de las mocedades del caudillo, nos ponen en la senda de apreciar la amplitud humana de Ramón J. Velásquez, para quien la historia fue camino, espejo y mensaje.

Camilo Morón.

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