Ramón
J. Velásquez fue periodista de la historia e historiador de la noticia. Testigo
y actor de la historia política y cultural venezolana, desde la trinchera del
periodista comprometido hasta la tribuna del funcionario público. Electo por
sus pares políticos, también fue electo por el sufragio universal del pueblo
venezolano. Desde 1961, promovió los numerosos volúmenes de la Biblioteca de
Autores y Temas Tachirenses (BTAT): testimonios de la memoria vital de una
región, del devenir colectivo en el tiempo y en el espacio, impreso en
caracteres de imprenta. Los tomos de la BTAT son modelos para bibliotecas
afines en otras regiones del país, desde los Médanos de Coro hasta el Delta del
Orinoco.
En
un obituario que viajó por el ciberespacio, como una botella sin destino en un
océano de bits, escribió Leandro Área Pereira: “Dicen que murió Ramón J. Velásquez y no lo creo; pero en verdad
parece ser así, al menos por el vigor y la sonoridad con que se sabe a esta
hora entre amigos de tantas vecindades que se avisan (como suelen hacer las
tribus), y que él atesoró durante 97 años de vida transcurrida en este
laberinto nombrado Venezuela… Llegó a ser Presidente después de ser Ministro de
tantas cosas, pero fue sobretodo un político abierto y dialogante, que en siete
meses, durante su gobierno, logró que el barco de la democracia no se hundiera
definitivamente frente a los demonios de la dictadura que por allí andaban
sueltos. Luego se dedicó al retiro militante y siguió hablándole al país del
futuro próspero y democrático que nos espera. Ahora que está muerto, no dejemos
a su espíritu descansar en paz, antes bien abonemos el país con su enseñanza. A
quien tanto nos dio, mucho debemos y más ahora ido. Su vida es un orgullo, no
una estatua.”
Esta
trayectoria vital no la alcanzábamos a ver desde la cortedad de los años
juveniles en las aulas de la Escuela de Historia de la Universidad de Los
Andes, y hacíamos chistes crueles sobre el viejo historiador que no leía lo que
firmaba, hasta el punto de indultar desprevenidamente a un narcotraficante.
Admiradores como éramos antaño (y hogaño) de “La Caída del Liberalismo
Amarillo” y “Confidencias Imaginarias de Juan Vicente Gómez”, se nos hacía
difícil comprender cómo pudieron pasarle gato por liebre en aquel escritorio de
Miraflores; sobre todo si Velásquez debía saber por experiencia ajena y por
enseñanza de la historia (que él mismo había escrito) que debajo se esas flores
de papel se arrastran los mapanares. Cuentan que cuando llegaron los parlamentarios
a su casa a ofrecerle la Presidencia de la República, dijo a los emisarios que aquella
escena era como un eco distintivo de la historia de Venezuela y que esa
presidencia bien podía ser un “regalo griego”, como aquel caballo de Troya.
Las
lides políticas fueron descritas por el novelista, militar y político Manuel V.
Romerogarcía en la dedicatoria que hiciese de la primera novela venezolana,
“Peonía”, a Jorge Isaac, autor colombiano de “María”, en estos veraces y poco
halagadores términos: “Vos sabéis, por propia experiencia, que en las luchas
políticas se arroja lodo al rostro del enemigo cuando no se lo puede vencer
gallardamente.” Fue en estas arenas movedizas de las lucha políticas donde brillaron
las cualidades de bonhomía, caballerosidad y amplitud intelectual e ideológica
de Velásquez. Ilustremos esta faceta de su persona con las luces de dos
prólogos y una confidencia imaginaria.
Nadie
es profeta en su tierra, reza amargamente el refrán. Pero el refrán no precisa
si esa tierra es la natal o la tierra patria. El recuerdo de Pedro Manuel
Arcaya trae a la memoria de Velázquez, este retrato físico y moral: “Fue de
buena estatura y miembros bien compuestos, de muy buen rostro, blanco y que
tiraba a rubio, y de presencia tan venerable que procuraba respeto y muy
agradable a los que lo trataban. Hombre de recia complexión lo fue Arcaya. Ya
en la vejez la cabeza semejante a un calvero bajo los rigores del invierno.
Señor al viejo estilo, parecía estampa de otros tiempos, al unir sencillez y
gravedad en el trato. Así su estilo, sencillo, sin afeites, desprovisto de
adornos.” Destaca Velázquez que Arcaya no se aferró a teorías ni doctrinas: “En
este sentido es encomiable su actitud, ya que ha sido uno de los pocos venezolanos
que se han atrevido a renunciar públicamente a reductos doctrinarios o
filosóficos.” Arcaya extrapoló en la escena política las que consideraba las
últimas consecuencias del positivismo sociológico. Recordemos que Velásquez fue
militante de Acción Democrática y que Arcaya fue uno de los prohombres del
dilatado régimen de Juan Vicente Gómez.
En
ocasión de trazar unas líneas en el frontispicio de la obra de Arístides
Bastidas, “El Anhelo Constante”, escribió del antiguo colega de faena
periodística: “Extrovertido, de ánimo polémico, descubridor del mundo de la
ciencia y la literatura, Bastidas fue todo un problema, desde el comienzo de su
vida profesional en el periodismo y de militante político [La Juventud
Comunista], por su desconocimiento sistemático de los valores consagrados y por
su empeño en defender ciertas tesis que caían en el pecado de la heterodoxia.
Pero a diferencia de muchos de muchos de sus contemporáneos y conmilitones que
se conformaban con aprender los formularios que consagraban el dogma comunista,
Bastidas era un lector sin sueño, ni cansancio, de todos los libros sin querer
clasificar a sus autores en reaccionarios y revolucionarios, como era la norma
impuesta.” Se conocieron el los lejanos días 1943, en renovación periodística
en las páginas de “Últimas Noticias”, y fueron amigos hasta que la muerte fue
poniendo barreras insalvables.
En
una obra notable, encrucijada de historia, periodismo y literatura, Ramón J.
Velásquez entrevistó a Juan Vicente Gómez. El Gómez que encontramos en las
primeras páginas de las “Confidencias Imaginarias” es el muchacho campesino de
la fina familiar La Mulera, en las montañas del Táchira, que parece venido del caserío
de Macondo, deshojado de “Cien Años de Soledad”: “Todo el territorio de la hacienda
La Mulera queda en el páramo y de noche, cuando baja la niebla y hay luna
llena, los miedosos y las mujeres empezaban a ver fantasmas, porque de verdad
entre la niebla y la luna, si uno se pone a ver con curiosidad pues se forman
seres como de humo, como de otro mundo, como espíritus, pero eso no es nada,
sino visiones de uno mismo y la gente miedosa se pone a decir que son fantasmas.
Y es hasta bonito, porque la niebla es como las nubes, que si uno se pone a mirar el cielo empieza a ver
barcos y montañas y ángeles y no son sino caprichos del viento con las nubes y
en la noche caprichos de la neblina con la luna.”
Como
ocurría en los paisajes rurales de Coro y Guayana, sobrevivían en el imaginario
campesino creencias medievales y ritos indígenas. Junto a los fantasmas y los
hechizos, los curanderos y los brujos se aliaban con los santos y las santas
para sanar los cuerpos y salvaguardar las almas. Los retratos del historiador
positivista, del militante comunista entusiasta de las letras y las ciencias, y
de las mocedades del caudillo, nos ponen en la senda de apreciar la amplitud
humana de Ramón J. Velásquez, para quien la historia fue camino, espejo y
mensaje.
Camilo
Morón.