domingo, 12 de marzo de 2017

El Diccionario como Género Literario





¿Cómo se define a sí mismo el Diccionario? Según el solemne Diccionario de la Lengua Española de  la Real Academia Española, en su primera acepción, es un “Libro en el que se recogen y explican de forma ordenada voces de una o más lenguas, de una ciencia o de una materia determinada.” El carismático Diccionario Ilustrado Sopena de la Lengua Española (250.000 acepciones, 5.000 ilustraciones y 32 láminas), se define a sí mismo de manera más primorosa como un “Libro en que por orden alfabético se contienen y definen o explican todas las dicciones de una ciencia o materia determinada.” Eso de “todas las dicciones” es un desiderátum  jamás cumplido, limitado por la competencia –o incompetencia– del equipo de diccionaristas –a los que el Sopena también llama lexicógrafos–, la extensión del referido libro, los lapsus –de tiempo y  de memoria–, los presupuestos y, finalmente, las simpatías o antipatías de los lexicógrafos.  

En un cuento extraordinario –en el sentido literal y figurado– Gérard Klein define la palabra, esencia del diccionario, como “la sal del aire, el perfume de la boca que se aspira por la oreja” y en ese cuento, al que titula De la Literatura, crea un “poeta del diccionario”. 

Víctor Bravo, coordinador del Diccionario General de la Literatura Venezolana (2013), describe en la introducción una fotografía: “Quiero recordar una famosa foto de Arturo Uslar Pietri, en su biblioteca. En un primer plano, el escritor, trenzado por la reciedumbre, por la particular intuición sobre su presente. Quizás por la angustia. En el fondo, la impresionante biblioteca, con un desorden propio de la incesante lectura, con algunos títulos que logran leerse desde la perspectiva del que ve la foto: el Fausto de Goethe, las Meditaciones del Quijote de Ortega, y el Diccionario General de la Literatura Venezolana, la edición de 1974 preparada por Lubio Cardozo y un equipo de investigadores. Esa elegante  presencia del Diccionario en la huracanada biblioteca de Uslar indica la importancia de esa edición, su gravitación en la cultura venezolana.”

Aquel “poeta del diccionario” del cuento de Gérard Klein, fue en sus definiciones “a veces poético, violento, irónico, impetuoso, elocuente, sobrio, enigmático, hasta francamente oscuro.” Pero siempre fiel a las reglas del género y a su inalterable modelo: “Así señaló el orden inmutable de la definición: la palabra, la etimología, un texto corto, un ejemplo, después una rúbrica variable a manera de moral: (Tecnol.) o todavía (Antig.).”

La Paleoantropología y la Psicología coinciden en que aquello que singulariza al Homo sapiens sapiens, en una remota galería arborescente de antepasados y parientes homínidos, es el pensamiento simbólico, un pensamiento que para cristalizarse requiere de ese símbolo en sí mismo que es la palabra. En Amor y Terror de las Palabras, escribió Briceño Guerrero: “En palabras fui engendrado y parido, y con palabras me amamantó mi madre.” 

Por boca de uno de sus personajes, Klein pregunta: “¿Cuál de nuestros jóvenes que borronean novelitas para impresionar a las mucamas, testimonian ese fervor ansioso por la palabra? ¿Cuál encierra suficiente audacia para crear él sólo, un género en lo imaginario?” Y nos conmina a recordar que “de todas las artes, la más grande porque es la más breve es la definición.” 
                                                                                                                  Camilo Morón


sábado, 11 de marzo de 2017

Elogio del Baquiano





RAFAEL JIMENEZ FAY

Sabiduría de la tierra y de la hierba,
consejo de la sombra en el camino,
voz que viene dando saltos y tumbos
 en la sangre revuelta de los pueblos
y en el cauce torcido de los siglos.

Espada que pende en el cuello del olvido…
para siempre.

Corazón afortunado,
llevado de la mano por la palabra,
desde el Pasado hasta el Presente,
¿acaso al Porvenir?

La Muerte era  su novia prometida.
Ahora -y por mucho tiempo-
la Muerte será su esposa.


Elogio del Baquiano





DON SERGIO VALLES

Sabiduría de la tierra y de la hierba,
consejo de la sombra en el camino,
voz que viene dando saltos y tumbos
 en la sangre revuelta de los pueblos
y en el cauce torcido de los siglos.
Espada que pende en el cuello del olvido…
para siempre.

Corazón afortunado,
llevado de la mano por la palabra,
desde el Pasado hasta el Presente,
¿acaso al Porvenir?

La Muerte era  su novia prometida.
Ahora -y por mucho tiempo-
la Muerte será su esposa.

Falcón: De lo Arqueológico a lo Cotidiano






Hace mucho, mucho tiempo, digamos unos 20.000 ó 15.000 años antes del presente, llegaron a lo que es hoy el Estado Falcón los primeros seres humanos. Eran anatómicamente e intelectualmente modernos, esto es: eran Homo sapiens sapiens. Los datos arqueológicos, lingüísticos  y, más recientemente, genéticos, tienden a agruparse en torno a las fechas de 15 a 20 mil años para la llegada de los primeros pobladores; pero hay investigadores para quienes este acontecimiento pudo haber ocurrido hace 40.000 años y hasta aventuran 50.000 años antes del presente. Digamos, sencillamente, que el debate aún está abierto. 

Poblamiento Temprano: Los Primeros Falconianos (15.000  a.C. – 5.000  a.C.)
Cuando los primeros pobladores llegaron al suelo que hoy llamamos Falcón, el paisaje era muy diferente al de hoy. La línea costera tenía un perfil distinto y es posible que se pudiera llegar caminando hasta lo que son hoy las islas de Aruba y Curazao. La llanura era verde, cubierta de pastos y en ella pastaban manadas de grandes herbívoros como mastodontes, caballos americanos, camélidos. Entre las hierbas, acechaban tigres dientes de sable, osos de hocico corto y jaguares. Los gliptodontes gigantes y los megaterios recortaban la silueta de sus macizas figuras contra los atardeceres de aquellos tiempos ancestrales.

Reclama la fantasía la convivencia de los primeros falconianos con los representantes de la megafauna como el gigantesco mastodonte (Stegomastodon waringi), que era semejante al elefante actual y cuyos huesos han sido encontrados en la Península de Paraguaná, en la tierras de Capatárida, en Muaco y Taima-Taima. Entre los fascinantes representantes de la megafauna extinta que encontraron los primeros falconianos, destaquemos el león  o tigre dientes de sable (Esmilodon sp.) que cazaba en las llanuras y en los bosques. El cachicamo gigante o Gliptodonte (Glyptodon sp.), el perezoso terrestre de grandes dimensiones (Megaterio sp.), falsos camélidos –semejantes al camello– como la macrauchenia (Xenorhinotherium sp.) y camélidos –de la familia del camello– como la llama (Palaeolama major), caballos (Amerhippus), lobos (Canis dirus), hipopótamos sudamericanos (Mixotodon sp.), osos (Arctoterium).

Época Meso-India (5.000  a.C. – 1.000 a.C.)
A lo largo de la costa, los Meso-Indios practicaron la pesca de peces y moluscos, desarrollando así habilidades marítimas que los capacitaron para colonizar por primera vez las islas cercanas. Tanto en Tierra Firme como en las islas, los lugares de habitación de los Meso-Indios están marcados por largos montículos de conchas que muestran claramente su relación con alimentos marítimos. Hay pruebas de agricultura por la presencia de torteros de barro muy similares a los budares que aún se usan en muchas partes de Venezuela para hacer casabe. Ahora hay una variedad más grande de implementos, incluyendo piedras pulidas. Lo más típico son morteros o piedras de moler para preparar las primeras plantas cultivadas. También se encuentran por primera vez vasijas de cerámica, las cuales incluyen jarras  con  impresión de tejidos y decoración geométrica. La cerámica fue usada tanto en objetos utilitarios así como también en urnas funerarias muy elaboradas.

Época Neo-India (1.000 a.C. - 1500 d.C.)
El comienzo de la época Neo-India se ha fijado cuando la agricultura se desarrolla lo suficiente para reemplazar la caza, la pesca y la recolección como medio básico de subsistencia. Esto ocurrió alrededor del año 1.000 a.C. en Venezuela oriental. En Venezuela oriental la yuca continuó siendo el producto básico, pero en el occidente los Neo-Indios prefirieron el maíz, domesticado en América Central, desde donde se dispersó hacia el sur y el este.  El énfasis en la agricultura no ocasionó que los Neo-Indios abandonaran sus medios de subsistencia previamente existentes. Sus asientos costeños están llenos de conchas, lo que significa que siguieron consumiendo productos marinos. Los materiales del período Neo-Indio son ricos y variados.  No sólo incluyen restos de comida, fogones y entierros, sino también construcciones religiosas y residenciales, algunas levantadas sobre montículos. La cerámica está presente en casi todas partes. Otros materiales, tales como hueso, concha, algodón  e inclusive metales son usados para hacer artefactos.  La agricultura los capacitó para desarrollar comunidades más extensas, formas más elaboradas de organización social y política, arte y religión.

Época Indo-Hispana (1500 d.C. - hasta el presente)
Los sitios de esta época que han sido estudiados incluyen no sólo poblados indígenas, sino también misiones y otros asentamientos españoles en los cuales se encuentran artefactos indígenas. Este proceso está documentado de la mejor manera arqueológica en la zona histórica de Coro, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1993.
Las excavaciones pusieron al descubierto no sólo artefactos españoles, sino también cerámica indígena de estilos originales de varias áreas del Caribe. Hay pruebas de que pronto abandonaron estos estilos y desarrollaron una forma nueva de cerámica local. Esta a su vez sobrevive, con escazas modificaciones, a través de la Época Indo-Hispana y aún existe como cerámica rural. Se trata de una de las tantas contribuciones que los indígenas han hecho a la cultura moderna de Venezuela.
Desde comienzos de la Época Indo-Hispana, son traídos a América los primeros esclavizados africanos, quienes contribuirán a la formación de la población y la historia de Venezuela. Con propiedad, esta época debería denominarse Indo-Afro-Hispana. Falcón es uno de los pocos lugares en la Tierra que puede ofrecer testimonios materiales de la presencia humana que se remontan a 15.000 años antes del presente, de manera continua y sin que le falte una página al gran libro de su historia.

Camilo Morón.



Ramón J. Velásquez: Entre dos Prólogos y una Confidencia Imaginaria



Ramón J. Velásquez fue periodista de la historia e historiador de la noticia. Testigo y actor de la historia política y cultural venezolana, desde la trinchera del periodista comprometido hasta la tribuna del funcionario público. Electo por sus pares políticos, también fue electo por el sufragio universal del pueblo venezolano. Desde 1961, promovió los numerosos volúmenes de la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses (BTAT): testimonios de la memoria vital de una región, del devenir colectivo en el tiempo y en el espacio, impreso en caracteres de imprenta. Los tomos de la BTAT son modelos para bibliotecas afines en otras regiones del país, desde los Médanos de Coro hasta el Delta del Orinoco.
En un obituario que viajó por el ciberespacio, como una botella sin destino en un océano de bits, escribió Leandro Área Pereira: “Dicen que murió Ramón  J. Velásquez y no lo creo; pero en verdad parece ser así, al menos por el vigor y la sonoridad con que se sabe a esta hora entre amigos de tantas vecindades que se avisan (como suelen hacer las tribus), y que él atesoró durante 97 años de vida transcurrida en este laberinto nombrado Venezuela… Llegó a ser Presidente después de ser Ministro de tantas cosas, pero fue sobretodo un político abierto y dialogante, que en siete meses, durante su gobierno, logró que el barco de la democracia no se hundiera definitivamente frente a los demonios de la dictadura que por allí andaban sueltos. Luego se dedicó al retiro militante y siguió hablándole al país del futuro próspero y democrático que nos espera. Ahora que está muerto, no dejemos a su espíritu descansar en paz, antes bien abonemos el país con su enseñanza. A quien tanto nos dio, mucho debemos y más ahora ido. Su vida es un orgullo, no una estatua.”
Esta trayectoria vital no la alcanzábamos a ver desde la cortedad de los años juveniles en las aulas de la Escuela de Historia de la Universidad de Los Andes, y hacíamos chistes crueles sobre el viejo historiador que no leía lo que firmaba, hasta el punto de indultar desprevenidamente a un narcotraficante. Admiradores como éramos antaño (y hogaño) de “La Caída del Liberalismo Amarillo” y “Confidencias Imaginarias de Juan Vicente Gómez”, se nos hacía difícil comprender cómo pudieron pasarle gato por liebre en aquel escritorio de Miraflores; sobre todo si Velásquez debía saber por experiencia ajena y por enseñanza de la historia (que él mismo había escrito) que debajo se esas flores de papel se arrastran los mapanares. Cuentan que cuando llegaron los parlamentarios a su casa a ofrecerle la Presidencia de la República, dijo a los emisarios que aquella escena era como un eco distintivo de la historia de Venezuela y que esa presidencia bien podía ser un “regalo griego”, como aquel caballo de Troya.
Las lides políticas fueron descritas por el novelista, militar y político Manuel V. Romerogarcía en la dedicatoria que hiciese de la primera novela venezolana, “Peonía”, a Jorge Isaac, autor colombiano de “María”, en estos veraces y poco halagadores términos: “Vos sabéis, por propia experiencia, que en las luchas políticas se arroja lodo al rostro del enemigo cuando no se lo puede vencer gallardamente.” Fue en estas arenas movedizas de las lucha políticas donde brillaron las cualidades de bonhomía, caballerosidad y amplitud intelectual e ideológica de Velásquez. Ilustremos esta faceta de su persona con las luces de dos prólogos y una confidencia imaginaria.
Nadie es profeta en su tierra, reza amargamente el refrán. Pero el refrán no precisa si esa tierra es la natal o la tierra patria. El recuerdo de Pedro Manuel Arcaya trae a la memoria de Velázquez, este retrato físico y moral: “Fue de buena estatura y miembros bien compuestos, de muy buen rostro, blanco y que tiraba a rubio, y de presencia tan venerable que procuraba respeto y muy agradable a los que lo trataban. Hombre de recia complexión lo fue Arcaya. Ya en la vejez la cabeza semejante a un calvero bajo los rigores del invierno. Señor al viejo estilo, parecía estampa de otros tiempos, al unir sencillez y gravedad en el trato. Así su estilo, sencillo, sin afeites, desprovisto de adornos.” Destaca Velázquez que Arcaya no se aferró a teorías ni doctrinas: “En este sentido es encomiable su actitud, ya que ha sido uno de los pocos venezolanos que se han atrevido a renunciar públicamente a reductos doctrinarios o filosóficos.” Arcaya extrapoló en la escena política las que consideraba las últimas consecuencias del positivismo sociológico. Recordemos que Velásquez fue militante de Acción Democrática y que Arcaya fue uno de los prohombres del dilatado régimen de Juan Vicente Gómez.
En ocasión de trazar unas líneas en el frontispicio de la obra de Arístides Bastidas, “El Anhelo Constante”, escribió del antiguo colega de faena periodística: “Extrovertido, de ánimo polémico, descubridor del mundo de la ciencia y la literatura, Bastidas fue todo un problema, desde el comienzo de su vida profesional en el periodismo y de militante político [La Juventud Comunista], por su desconocimiento sistemático de los valores consagrados y por su empeño en defender ciertas tesis que caían en el pecado de la heterodoxia. Pero a diferencia de muchos de muchos de sus contemporáneos y conmilitones que se conformaban con aprender los formularios que consagraban el dogma comunista, Bastidas era un lector sin sueño, ni cansancio, de todos los libros sin querer clasificar a sus autores en reaccionarios y revolucionarios, como era la norma impuesta.” Se conocieron el los lejanos días 1943, en renovación periodística en las páginas de “Últimas Noticias”, y fueron amigos hasta que la muerte fue poniendo barreras insalvables. 
En una obra notable, encrucijada de historia, periodismo y literatura, Ramón J. Velásquez entrevistó a Juan Vicente Gómez. El Gómez que encontramos en las primeras páginas de las “Confidencias Imaginarias” es el muchacho campesino de la fina familiar La Mulera, en las montañas del Táchira, que parece venido del caserío de Macondo, deshojado de “Cien Años de Soledad”: “Todo el territorio de la hacienda La Mulera queda en el páramo y de noche, cuando baja la niebla y hay luna llena, los miedosos y las mujeres empezaban a ver fantasmas, porque de verdad entre la niebla y la luna, si uno se pone a ver con curiosidad pues se forman seres como de humo, como de otro mundo, como espíritus, pero eso no es nada, sino visiones de uno mismo y la gente miedosa se pone a decir que son fantasmas. Y es hasta bonito, porque la niebla es como las nubes, que  si uno se pone a mirar el cielo empieza a ver barcos y montañas y ángeles y no son sino caprichos del viento con las nubes y en la noche caprichos de la neblina con la luna.”
Como ocurría en los paisajes rurales de Coro y Guayana, sobrevivían en el imaginario campesino creencias medievales y ritos indígenas. Junto a los fantasmas y los hechizos, los curanderos y los brujos se aliaban con los santos y las santas para sanar los cuerpos y salvaguardar las almas. Los retratos del historiador positivista, del militante comunista entusiasta de las letras y las ciencias, y de las mocedades del caudillo, nos ponen en la senda de apreciar la amplitud humana de Ramón J. Velásquez, para quien la historia fue camino, espejo y mensaje.

Camilo Morón.