Leemos en el Génesis: “El Señor dijo: –¿Por qué has hecho esto? La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo haga justicia.” Caín, fratricida y renegado, fue marcado por el Señor con una señal y la promesa que si alguien le matase, sería vengado siete veces. Caín fundo la primera ciudad y tuvo hijos e hijas; uno de sus descendientes fue Lámec. “Un día Lámec les dijo a sus esposas Adá y Silá: Escuchen bien lo que les digo: he matado a un hombre por herirme, a un muchacho por golpearme. Si a Caín lo vengarán siete veces, a mí tendrán que vengarme setenta y siete veces.” Según los exegetas, el canto de Lámec –así le llaman– expresa la arrogancia del hombre que responde a la mínima ofensa con venganza desproporcionada. El número setenta y siete (once veces siete, el número de la plenitud) indica que se lleva la venganza a su último extremo.
Decía Sorel: “La violencia es la partera de la historia”. La violencia histórica puede surgir de dos fuentes distintas empero complementarias: la arrogancia y la desesperación. La arrogancia de los opresores. La desesperación de los oprimidos. La violencia tiene fundamentos biológicos y yace en los sótanos de nuestra herencia evolutiva. La territorialidad, asociada al cerebro reptiliano, explica parcialmente las guerras de conquista, las fronteras nacionales y la sectorización de los espacios urbanos. La neocorteza cerebral está asociada a los atributos que distinguen a los mamíferos: la sociabilidad, la empatía, la inteligencia, el lenguaje. Los seres humanos hemos desplazado nuestro centro de gravedad evolutivo de la biología a la historia y la sociología, pero no hemos renunciado a nuestras raíces remotas. Esta lucha interna y externa ha sido tema de la mitología, la religión, la filosofía, el arte y la ciencia, con distinta proporción de optimismo o pesimismo.
Podemos ser nihilistas y asumir una pose escéptica ante las posibilidades de la paz. O podemos ser portadores del mensaje universal que Mahatma Gandhi, Krishnamurti, Martin Luther King, John Lennon o Carl Sagan legaran a la humanidad. Gandhi actuó en política de tal modo que “pudiera mirar a Dios cara a cara, para alcanzar el moksha [salvación]”. El reverendo King declaró: “De mi formación cristiana he obtenido mis ideales y de Gandhi la técnica de la acción.” Enseñaba Krishnamurti que “sólo puede haber paz y felicidad en el mundo cuando el individuo –que es el mundo– se consagra definitivamente a alterar las causas que dentro de él mismo producen confusión, sufrimiento, odio.” Lennon cantó para que diéramos una oportunidad a la paz. Cuando Sagan vio el planeta Tierra desde los límites del sistema solar, como una mota de polvo suspendida en un rayo de sol, escribió sobre ese pequeño punto: “Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos los unos a los otros más amablemente, y de preservar el pálido punto azul, el único hogar que jamás hemos conocido.”
En Metrópolis, la ciudad de la utopía del futuro, heredera de la aquella ciudad fundada por Caín, –tanto en la novela utópica de Thea von Harbou como en la película clásica de Fritz Lang–, un mensaje se impone de principio a fin: “Entre el cerebro y el musculo debe mediar el corazón.”
Como historiador anarquista, defino la condición humana por la posibilidad de elegir, de optar, o dicho en términos de la religión y la filosofía: el libre albedrío. Los conflictos sociales ofrecen una encrucijada: la violencia o la paz. Una señal de inteligencia es la libertad de elegir la paz.
II
“Yo establezco diferencia entre la sabiduría de la vejez y la genialidad de la juventud; la primera sólo puede apreciarse por su carácter más bien minucioso y previsor, como resultado de las experiencias de una larga vida, en tanto que la segunda se caracteriza por una inagotable fecundidad en pensamientos e ideas que, por su amplitud, no son susceptibles de elaboración inmediata. Esas ideas y esos pensamientos permiten la concepción de futuros proyectos y dan los materiales de construcción, entre los cuales la sesuda vejez toma los elementos y los forja para llevar a cabo la obra, siempre que la llamada sabiduría de la vejez no haya ahogado la genialidad de la juventud.” Con estas palabras Adolf Hitler traza una línea divisoria entre las promesas de la juventud y los recursos de la vejez. Esta frontera es importante porque marca un límite que separa lo que puede llegar a ser y lo que no. Y en el pensamiento de Hitler en esta línea se yergue el líder, el caudillo.
“Bien sé que la viva voz gana más fácilmente las voluntades que la palabra escrita y que, asimismo, el progreso de todo Movimiento trascendental en el mundo se ha debido, generalmente, más a grandes oradores que a grandes escritores”, son palabras de Hitler en el Prólogo de Mi Lucha. En esas páginas autobiográficas y doctrinarias, nos dice de sus días de infancia: “Creo que ya entonces mis dotes oratorias se ejercitaban en altercados más o menos violentos con mis condiscípulos. Me había hecho un pequeño caudillo, que aprendía bien y con facilidad en la escuela, pero que se dejaba tratar difícilmente.”
Biógrafos e historiadores concuerdan en que el acontecimiento que dio forma a las ideas y a la personalidad de Hitler fue la Primera Guerra Mundial, nos dice Hitler en Mein Kampf: “Muchos años pasaron desde entonces, y aquello que antaño, cuando todavía muchacho, me parecía mórbido, lo comprendía ahora como la calma antes de la tempestad. Ya desde mi época en Viena se sentía sobre los Balcanes una atmósfera pesada, preludio de tempestad, y cuando centelleos más claros rasgaban el cielo, éstos se perdían entre las tinieblas siniestras. En seguida, llegó la Guerra de los Balcanes, y, con ella, el primer temporal azotó a Europa, ahora nerviosa ya. La época siguiente influyó como una pesadilla sobre los hombres. El ambiente estaba tan cargado que, en virtud de malestar que a todos afligía, la catástrofe que se aproximaba llegó a ser deseada. ¡Que los cielos diesen libre curso al Destino, ya que no había barreras que lo detuviesen! Cayó entonces el primer rayo formidable sobre la Tierra; la tempestad se desencadenó, y a los truenos del cielo se unieron las baterías de la Guerra Mundial.”
La historia puede ser irónica: en una entrevista publicada en Le Matín decía Hitler en noviembre de 1933 a propósito del espíritu bélico que se le atribuía: “En Europa no existe un solo caso de conflicto que justifique una guerra. Todo es susceptible de arreglo entre los gobiernos, si es que éstos tienen conciencia de su honor y de su responsabilidad. Me ofenden los que propalan que quiero la guerra. ¿Soy loco acaso? ¿Guerra? Una nueva guerra nada solucionaría y no haría más que empeorar la situación mundial: significaría el fin de las razas europeas y, en el transcurso del tiempo, el predominio del Asia en nuestro Continente y el triunfo del bolchevismo. Por otra parte, ¿cómo podría yo desear la guerra cuando sobre nosotros pesan aún las consecuencias de la última, las cuales se dejarán sentir todavía durante 30 ó 40 años más? No pienso sólo en el presente, ¡pienso en el porvenir! Tengo una inmensa labor de política interior a realizar. Ahora estamos afrontando la miseria. Ya hemos conseguido detener el aumento del número de desocupados; pero aspiro a hacer todavía mucho más. Y para lograr esto, necesito largos años de trabajo arduo. ¿Cómo ha de creerse, entonces, que yo mismo quiera destruir mi obra mediante una guerra?”
III
En el otro extremo del espectro político y filosófico, Martin Luther King nos dice: “si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol” o “si ayudo a una sola persona a tener esperanza, no habré vivido en vano”, palabras que enmarcaron la vida de uno de los más grandes defensores de los derechos civiles. Ya durante sus épocas de estudiante se sentiría apegado al pensamiento de Mahatma Gandhi, que se convertiría luego en su propia filosofía de protesta no violenta.
La fortaleza de la verdad (satyagraha) guió los rumbos de Gandhi tanto durante sus primeras luchas en África del Sur como en toda la epopeya emancipadora de la india, a la par de la no violencia (ahimsa). Su proyecto era la autonomía socio-político-económico-cultural (swaraj, o libertad). Pero fue todavía más lejos y bautizó su enorme desafío justiciero, su movimiento de multitudes, como sarvodaya. Un sinónimo de “bienestar para todos”. Este otro término por él inventado unía dos palabras sánscritas: sarva (que significa "todo") y udaya (que quiere decir “elevamiento”, bienestar o prosperidad). Decía: “Se trata de valores humanos, de un desarrollo individual siempre consistente con su uso para el desarrollo de la sociedad; la promoción del altruismo en el grado más elevado; la integración del individuo con la sociedad; el elevamiento de la sociedad humana entera hacia el plano más alto de la existencia donde el amor y el trato limpio jueguen papeles cruciales: tales son las características predominantes de sarvodaya.” Muchos de los que suelen denominarse hoy “no violentos” en las tribunas proselitistas, ni siquiera conocen los desafíos profundos de ese ideal. Un estadounidense, David Henry Thoreau, y un ruso, león Tolstoi, fueron importantes inspiradores de la monumental tarea emprendida por Gandhi en su amor, su devoción y su entrega a la causa de la justicia suprema.
En el Discurso durante la marcha a Washington por trabajos y por la libertad, Luther King dijo: “Yo tengo un sueño que un día los pequeños negros, niños y niñas, podrán unir las manos con pequeños blancos, niños y niñas, como hermanos y hermanas. Y cuando esto pase y cuando dejemos resonar la libertad, cuando la dejemos resonar de cada aldea y cada caserío, de cada estado y cada ciudad, podemos apurar el día en que todos los hijos de Dios, hombre negro y hombre blanco, judíos y cristianos, protestantes y católicos, podemos unir nuestras manos y cantar en las palabras del viejo espiritual negro: “Libre al Fin, Libre al Fin; Gracias Dios Omnipotente, somos libres al fin.”
Mgs. Sc. Camilo Morón