martes, 24 de julio de 2012

El Rostro de Simón Bolívar de Carne y Hueso: El Diario de Bucaramanga (1era. Parte).


El Diario de Bucaramanga, de Louis de Perú de Lacroix, parece ser un libro destinado a la polémica, fuente siempre viva de controversia, fascinación del debate, obra que es “tierra de nadie”. La génesis misma del documento, su contradictoria historia editorial, la sustancia misma de la que está hecho, han dado motivo a discusiones eruditas, equívocos lectores y chismes de academias y pasillos…
La historia editorial del Diario de Bucaramanga  puede calificarse de laberíntica. Lisandro Alvarado saluda una de sus ediciones en un ensayo titulado Los Libros del Centenario (revista Sagitario, 1° de Abril de 1911, Caracas), nos dice que según el Ejecutivo Nacional, se publicará para conmemorar la efeméride el Diario de Bucaramanga: “La idea es excelente –escribe Alvarado–, y la nueva la saben todos. Muchos de los lectores nos alegramos sin duda con semejante libro; pero es probable que no a todos siente bien esa lectura, un si es no es escandalosa para aquellos que a su manera conciben la historia y a los historiadores.” Las primeras noticias generales de la obra las encontramos en la nota suicida de Lacroix: “Diario de Bucaramanga o vida pública y privada del Libertador Simón Bolívar, presidente de la República de Colombia, un grueso volumen (…) está depositado en manos de mi digno y respetable amigo el marqués Francisco Rodríguez del Toro, general de división de la República de Venezuela, residente en Caracas, capital de Venezuela.”  El marqués del Toro debía poner la obra en manos del cónsul francés residente en Caracas y enviarla a París, en valija diplomática del Ministerio de Relaciones Exteriores. Lacroix declara vísperas de su muerte: “No sé que haya llegado”. De hecho, nunca fue enviada a París ni a ninguna otra parte –este detalle es importante, como luego se verá– y la obra permanecerá inédita hasta 1870. Lacroix había dispuesto que fuese publicada por los administradores del diario El Siglo, con la única condición que un número determinado de ejemplares fuesen entregados a ciertos destinatarios, entre ellos su viuda. Y concluye con espartana sencillez: “Mi sepultura me inquieta poco: sin embargo, si mi voluntad pudiese valer algo, yo pidiera el entierro del simple soldado, que fue mi primer grado militar en Francia.”
En 1910, en la edición 440 de El Cojo Ilustrado, se publicó el índice correspondiente al mes de Abril. Hagamos notar que el Diario comprende los meses de Mayo y Junio de 1828. Del mes de Abril, conocemos el Sumario, pues es el tomo desaparecido del Diario de Bucaramanga.  Lisandro Alvarado cotejó la edición de 1870 con un códice que cortésmente la facilitara “el venerable y muy docto académico general Pedro Arismendi Brito.” Constaba ese manuscrito de dos cuadernos marcados con las denominaciones de tomo 2° y tomo 3°, los cuales comprenden las páginas 167-323 y 323bis-427.Las fechas son: en el tomo 2°, del 2 de mayo hasta el 25 de mayo; en el tomo 3°, del 26 de mayo al 26 de junio. Esto es, lo que actualmente conocemos del Diario de Bucaramanga. En la portada del tomo 2°, Alvarado leyó esta nota: “Literalmente copiado del original que escribió el general, entonces coronel, Luis Perú de Lacroix. Debe tenerse en cuenta que el escritor era francés.” Al final del tomo 3°, había esta nota: “La que precede es copia fiel y literalmente sacada y terminada en Caracas hoy viernes, 22 de mayo de 1863.” Alvarado comprobó la data de antigüedad de la copia manuscrita  determinando el papel empleado en ella: “que es español llamado de orilla       –diagnóstica con precisión–, plegado en cuartillas, cuyas dobles fechas varían de 1856 a 1863.” Y señala de manera ominosa: “En el tomo 2° faltan cuatro hojas, desde la página 295 hasta la 302, y en su lugar hay una hoja en blanco. ¿Habría allí algún dato horripilante? Es posible.” Una vez más, como sucede siempre, la realidad histórica supera con creces, en misterio y belleza, la palurda falsedad literaria.
Pero qué contienen estas páginas que tanta polémica y fascinación han despertado, hasta el punto de haber sido censuradas y alguno haya pretendido falsificarlas. Una vez más, sigamos el acertado juicio de Lisandro Alvarado: “Observemos ante todo la negra suerte que tuvieron el autor del Diario y quien lo motivó. Lacroix se suicidó en 1837 y Bolívar murió, como es sabido, dos años después de la convención de Ocaña, ya definitivamente envenenado con la hipócrita y ruin ambición de Páez. No es extraño que ambos usasen de una brutal franqueza para expresar sus impresiones y calificar a los actores de la tragedia política que se dio en llamar Federación. El tiempo dirá, cuando se descubran los archivos y documentos privados, que hoy con temor se guardan bajo llave, cuál grado de  exactitud cabe al Diario de Bucaramanga.” Y más adelante describe en estos términos el ánimo de Bolívar que corresponde a este período de su vida: “A seis u ocho jornadas contemplaba la tempestad que rugía en Ocaña, y la brega ya empeñada entre santanderistas y bolivianos; sus juicios más acerbos no por esto se referían a sus enemigos, sino  con frecuencia a viejos conmilitones suyos, algunos de los cuales le acompañaban por entonces.” Gil Fortoul, quien también conoció y reflexionó sobre las páginas del Diario, describió el talante de Bolívar calificándolo de “acceso de misantropía.” Este es, pues, el marco vital en el que fueron escritas esas páginas: el ocaso político de Bolívar. Sin embargo, hay en ellas una energía tal, que mana del hombre que las motivó, que no podemos menos que sentirnos atraídos hacia aquella vida que se extingue; y no nos referimos a la anécdota menuda “como su predilección por el buen vino y su gusto de desayunar con arepas”, sino a un retrato moral y humano del grande hombre, un retrato hecho por un testigo histórico de excepción, no por su condición sino por su cercanía.
El Diario de Bucaramanga nos ofrece un retrato de Bolívar: el retrato de un hombre en una esquina de su tiempo. Aquél hombre concreto que  evoca Unamuno en las primeras líneas Del Sentimiento Trágico de la Vida: “El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere   –sobre todo muere–, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.” Entonces, en 1870, en 1911, como ahora es labor loable editar –y más aún leer y meditar–  El Diario de Bucaramanga, acaso esta estampa humana, demasiado humana de Bolívar, pueda acercárnoslo como un hombre de carne y hueso, el hermano, el verdadero hermano.
Mgs. Sc. Historiador Camilo Morón

sábado, 21 de julio de 2012

Los otros Poemas de César Seco

Ocurre que la noche es una estancia, plena de aromas, voces, cuerpos y susurros, se oculta el estío en el ébano; como flor carnívora el recuerdo se abre paso en el vientre callado y oscuro de la tierra:

                                       “Qué hablan, qué discuten
Acaso escuchan que el corazón
                                         De ese alguien se anuda
                                         Y desnuda en sus raíces.”

Esos árboles humanizados, esas presencias vegetales con temblor de carne viva –acaso metafísicamente temerosas– tejen en el aire y en la piel de la palabra una Gramática:
                                      “Qué dicen, qué callan
Qué vocablo mueve sus ramas.”

Poética poblada de árboles ensimismados –siempre poética botánica– que con insistencia recuerda aquellos árboles medievales que trocaban sus hojas en pelaje y balaban como corderos, o aquel estupendo árbol-gusano –exorcizado científicamente por Lazzaro Spallanzani– que florecía en la remota China, siendo gusano durante el canoso invierno y, ¡asombra  decirlo!, ese gusano se trasformaba en árbol bajo la caricia juvenil del verano, y todo ello en virtud de la fuerza vegetativa. O quizás recuerde aquel árbol que cantaba el amor a un ave que florecía.

“Qué describen en el aire sus hojas
                                        Qué dialogo suscita la altura
                                        De sus frondas y tallos macizos
                                        Donde ese alguien se detuvo.”

Lejos está esa gramática vital de ser alígera o sencilla; au contraire: recuerda el destino de los héroes griegos –aunque aquí son otros viajes; otros océanos los surcados–:

“No creas que puedes sustraerle
                                           a la vida unas comas
                                           Tan sólo unas comas
aunque sea  para despojarte
                                           cuando en la página
                                           respiras.”

Los nuevos océanos son la dimensión renovada de lo cotidiano: como asombro, como alegoría, como fábula. En virtud de la alquimia poética, César Seco modifica las atmósferas, ilumina con luces y sombras móviles sujetos y sentimientos con trazo rápido, casi expresionista:

“Son mis ángeles dos mudos: Me acompañan una canción que no escucho.”

Otros paisajes participan de esa mixtura, de esa sed de síntesis donde impresiones procedentes de ámbitos disímiles se fusionan en el apretado abrazo de la palabra:

                           “Nadie como la playa donde nada suena
Nada como las olas devolviendo el mar mudo
                             Cielo de mugre, cama, puerta.”

También está el vacío –como una garganta–, pared que sostiene lo cotidiano, que lo desnuda y devela ante su cristalina transitoriedad, como una gota de lluvia en una copa, como una vibración nacida en una ventana al paso femenil de la lluvia:
                            “Estos días ya no tienen mis pies
                              Lo que borran detrás es hilo indiviso
                              Trozo de nadie, escalera sin sostén
Escucho el agua como nada escucho venir.”

El vacío es una entidad, semeja aquellas reflexiones de Sartre en un hipotético bar de parroquianos al que llegamos sólo para entrenarnos que aquella a quien esperábamos encontrar no está y sentir que su vacío es una presencia…:

                     “Allá arriba el lobo aúlla
                       Pasadizo en sus ojos no hay
                       En su pelambre no hay luna
                       No hay donde saltar
Aúlla allá cual si una mano  sustrajera una estrella.”

Una serie de condiciones cuidadosamente referidas por su ausencia, una serie de presencias detenidamente enmarcadas en el vacío: un espacio pleno de silencio y de nada. Pero ante esta invasión gradual, como de  arena, se impone la Poesía como una geografía urbana:

“Antes de cruzar hacia la calle Rimbaud
                                    te has detenido en la esquina Vallejo.
                                    Compartes  un café con un extraño
                                    y esperas una mujer que no llegó.”

En esta geografía los pasos llevan inequívocos al centro; calles y avenidas son enigmas, estos enigmas señalan encrucijadas de lo eterno:

                                 “Nuevamente te encuentras subiendo
por la calle Dostoyeski y no te animas
                                   en seguir por la redoma Baudelaire.
                                   Si supieras. Ya tu sombra
                                   Ha despertado paredes y aceras…”

“Belleza es solo un instante en el espejo” –dice el poeta con un dejo de cálida nostalgia; eco de las desérticas consideraciones astrológicas de Kheyyam–. “Es tu vida, pero es hora de volver al bosque.”

Un juego de imágenes como rostros en una galería de espejos que se desplazan. Debemos recordar –antes que nada– que la Poesía es alquimia:

                                        “Esta noche cruje la rama
                                          Y el mortero la porción
El mar trajo el faro a la mesa
                                          Y el faro, una mujer.
Soluble es ya la casa, alcohol
                                          Triturado, voz de árbol
                                          Escuchando su música de pie.”

La metáfora es la piedra filosofal de la poesía: ella  trasmuta en el oro de la palabra el plomo inconfeso del sentimiento, ella troca a las mujeres de sombras en efigies luminosas. La metáfora revela la condición oculta de los seres y las cosas; nos dice, por ejemplo, que una puerta es todas las puertas y una rosa muerta es todas las rosas. Así es posible enterarnos:

                           “Pero el silencio habla de otra manera
                             O acaso de la manera única como borra
                             El centello del luz en Manhattan
                             Que la pantalla ofrece virtual:
Anoréxica muchacha gringodream conectada
                             A la red sin percatarse de que el futuro
                             Tiene dos torres menos.”

Decía el genial Antonio Machado que al estudiar más despacio los fenómenos de la lengua viva, nos habremos apartado bastante de la literatura, pero no mucho –como podría parecer– de la poesía. Por su parte, R. P. Félix Restrepo hace notar en su obra El Alma de las Palabras: “Así como el hombre se compone de cuerpo y espíritu, así también la palabra tiene una parte corporal y sensible y otra parte espiritual que constituye su alma.”   Es poco menos que evidente, pero es este tipo de verdades las que deben ser destacadas: la Poesía está hecha de palabras.

Las emociones –alegres o sombrías–, las imágenes –afortunadas o rebuscadas–, los ritmos –los que quieran–, las ideas –las que haya– son propiedades anecdóticas, casuales o quizás, simplemente, accidentales.  La poesía es un espacio químicamente puro de palabras, palabras y palabras; insistimos: palabras. La mujer armada, la noche constelada, la soledad, la muerte de los amantes, el exilio de la patria, la indignación ante la injusticia son caminos, sendas, rutas a un encuentro de palabras.

El Viaje de los Argonautas y otros Poemas es un ágape, una celebración de la palabra: en esta fiesta, las palabras muéstranse como colores primarios; las sombras están urdidas con la trama de las ausencias; las claridades son espacios de plenilunios: la amistad, el aroma furtivo  que deja en el alma la amada ausente. La poesía es un espacio de encuentro:

                                  “Todos vienen aquí puntuales
una vez ordenada la correspondencia
                                    que legítima traslados de mercancía.
                                     Aquí los recibo a todos
                                     sin soñar por no poder dormir,
                                     una vez hacen su entrada y ocupan
                                     cada uno el espacio donde mejor
                                     puedan avenirse al mobiliario
                                     sus desteñidas siluetas.”

“Una voz que se busca a sí misma –leemos en una breve nota a esta obra– hasta alcanzar la plenitud, la eficacia de su decir, es el recorrido al que invitan estas páginas. Este su medido y desmedido intento: la alteridad o el desvarío. El viaje, la traslación, lo real y lo referente, el sujeto y la historia.” César Seco nos muestra las nervaduras que comunican los seres y el devenir, ese ir paso a paso hacia la permanencia del instante: “Por un instante el relámpago permanece / y mis ojos parten a buscarlo. / Sed y agua las líneas de tu rostro. / La rosa demora en aparecer, pero aparece.” Estas palabras tienen una tradición, se remontan a las noches orientales, asediadas de madrugadas de los Rubaiyat: hablan del anhelo de permanencia de aquello que perece. Nacen y surcan en el mismo río de la fáustica exclamación de Goethe: “!Detente, instante: eres tan hermoso!”

En Torno a El Viaje de los Argonautas de César Seco



Toda creación es un viaje: hacia la noche, hacia la entraña palpitante de la madre, hacia los espacios diamantinos del alma profunda, abismada y sola; es un viaje hacia las fauces pacientes de la tumba. La estructura del viaje es una de las líneas dramáticas rectoras del mundo mítico: es una senda de iniciación.

 En algunos mitos, la vida es el viaje mismo –todos somos viajeros–: nace el héroe; es desconocido, abandonado o amenazado por sus verdaderos padres; lejos del hogar, es criado por amantes padres adoptivos –generalmente pobres– hasta llegar a la edad viril; entonces, emprende el viaje movido por obscura profecía; en algunos mitos, huye de ella; en otros, procura, entre sombras y tanteos, su realización. Llegado a la madurez de sus fuerzas, el héroe se realiza en vertiginosa llamarada para consumirse espléndidamente y precipitarse en la noche. En líneas generales, esta es la trama de Edipo, Arthus, Gilgamesh, Dionisos, Moisés, Jasón y otros héroes de la mitología universal.

 El Viaje de los Argonautas y otros Poemas (Fondo Editorial “Arturo Cardozo”, Trujillo, 2006) del poeta falconiano César Seco, hunde sus raíces en la tradición mítica. En la temprana mañana de la especie, los oficios propiciatorios del sacerdote –el oficiante de los mitos– y el oficio del poeta –el oficiante de la palabra– con frecuencia eran uno y el mismo: la conciencia de que lo humano es y está marcado esencialmente por la palabra era clara por entonces. “Estamos convencidos –escribe Cesare Pavese en la Advertencia a los Diálogos con Leucó– de que el mito es un lenguaje, un medio expresivo, es decir, no algo arbitrario sino un vivero de símbolos que posee, como todo lenguaje, una particular sustancia de significados que ningún otro medio podría proporcionar. Cuando repetimos un nombre propio, un gesto, un prodigio mítico, expresamos en media línea, en pocas silabas, un hecho sintético y abarcador, un meollo de realidad que vivifica y nutre todo un organismo de pasión, de estado humano, todo un complejo conceptual.” Y en otro lugar: “…tratar a los protagonistas de esos maravillosos relatos que son los mitos –y por extensión, los poemas– como bellos nombres cargados de destino, pero no de un carácter psicológico del todo simple; diríase personajes dispuestos a salir de viaje…”: “Cuánto nos hemos preparado para esto. El más viejo suelta la paloma; la partida es ya. Cada uno soñó el mar como le fue dado. Cada uno plegó con sus dedos este barco, cada uno lo puso en papel, y el papel mismo dobló donde hubo. Hemos transpuesto el anillo de la tormenta pero el poniente es ahora el que llega. Lo que llega es lo que menos tememos. Más allá de nuestros ojos miran sin mirarnos en el sueño los hijos y mujeres que dejamos. Es conclusivo: cada uno ha de vivirlo. El regreso no está en la fortuna sino en el bruñido oro del regreso”.

Para el jurado de la II Bienal Nacional de Literatura “Ramón Palomares”, edición 2005, la obra de César Seco se hace acreedora del Primer Premio –por unanimidad–: “…En virtud de la eficacia y la seducción de su lenguaje para crear las atmósferas propuestas en su texto, sin olvidarse, en ningún momento… que los contenidos son las formas y éstas las contenidas y, de igual manera, aparecen en la poesía indisolublemente unidos entre ellos.” Forma y esencia son vasos comunicantes, le style c´est le homme même, decía Buffon; así las esencias agitadas, crispadas, presuponen formas semejantes: “Las chispas varias de un solo explosivo. El conmovido polvo de las torres. Las mismas brasas de Sodoma y Roma. Anoche los edificios tronaban alrededor como estúpidos muchachos crecidos sin prestar atención. Anoche en 56 street un clon de Bukowski decía: The Grand Bitch is the Liberty Statue. Ciudad longeva, insomne, ebriedad de quien no sabe vivir.”

El mito de los Argonautas ha ejercido un fuerte reclamo sobre la imaginación del mundo Occidental. Isaac Newton propuso la provocativa hipótesis según la cual todas las constelaciones del Hemisferio Norte llevan nombres de personajes, objetos y acontecimientos de la historia griega de Jasón y los argonautas. Malinowski tituló The Argonauts su primera monografía trobiand, dedicada básicamente a una descripción del anillo Kula, “…ese esplendido ejemplo –escribe Marvin Harris en The Rise of Anthropological Theory. A History of Theorys of Culture– de comercio inescrutable en el que los isleños trobiand arriesgan la vida en largos viajes por mar, y todo para obtener unos pocos spondylus y unas conchas de Conus millepunctatus…” El entretenido Luciano de Crescenzo escribe con desenfrenado humor en I Miti Degli Eroi: “Empecemos por Jasón, que conquistó el Vellocino de Oro junto con unos cincuenta vagos que por aquel tiempo recibían el nombre de héroes: ´aquel tiempo´, poco más o menos, significa los comienzos del siglo XII antes de Cristo, suponiendo que en esta clase de historias se pueda hablar de fechas.”

El Viaje de los Argonautas y otros Poemas tributa sus aguas y pensamientos en este mar –que es el morir, diría Jorge Manrique– del pensamiento Occidental: “¿Qué tuvo de sagrado el primer roble que cortamos para hacer este barco? ¿Qué hizo declinar al más fuerte a favor nuestro?¿Por qué Palas Atenea nos bendijo si sus ojos sabían lo que aguardaba?” Y más adelante concluye, como ante una borrasca: “El aliento se nos corta. Vemos flotar en el mar la decapitada cabeza de Orfeo, cantando lo que el misterio nunca llegó a decir.” Sobradamente conocemos el heroico –y en ocasiones canallesco– curso de la vida de Jasón; en cambio, es menos conocido el eclipse de sus días; al respecto, leemos en A Dictioanry of World Mythology de Arthur Cotterell (Oxford University Press, 1991): “After a few years Jason deserted Medea for Glauce, but the former wife was revenged by killing Glauce and their children. The hero himself died when a piece of the rotting Argo fell on his head.” Así, pues, un fragmento de aquella maravillosa nave de la juventud, devenida en el ruinoso y podrido Argo, barco encallado, mató a Jasón. Quizás fue el héroe a la sombra de la vetusta nao a llorar sus cuitas; quizás fue a soñar con desconocidos mares, tierras lontanas y desconocidas constelaciones. No lo sabemos. Sólo diremos que los mitos y los poemas –que ocasionalmente están hechos de una misma sustancia, una misma carne– son inmortales.

Camilo Morón

Hugo Fernández Oviol, Poeta Nacido en Cabure



Se alza en el horizonte un azul de piel e infinito, un azul en la distancia rayano en blanco, un azul fugazmente eterno. Indolentes, desgarrados cirros son islas vaporosas en caminos de viento. Abajo, de este a oeste, un zamuro, mensajero de la Muerte, pinta el cielo. La fronda y el murmullo del agua que corre entre rocas milenarias es un templo. Y pienso en este paisaje serrano que nacer en la montaña configura una geografía espiritual, poblada de duendes y seretones, con simas del alma hondas como haitones. Hechizado por el baile audaz de la Luz entre las hojas, relampagueo silente en la morada de las plantas, pienso en los signos del nacimiento.

Hugo Fernández Oviol nació en Cabure, y no en otra parte. Nacer en Cabure es volar con Carlos Rivero Solar vuelos visionarios y remontarse en matemáticas de izquierda en las naves circulares de Ibrahím López García; nacer en Cabure es arder en montoneras indígenas con los Jiraharas, “los perrazos y traidorazos” como les llamaron los Cronistas y los funcionarios coloniales, quienes no les perdonaron su resistencia a dejarse esclavizar; nacer allí es irse con los guerrilleros en campañas luminosas a tomar el cielo por asalto. Y como el poeta nació en Cabure, pudo escribir con claridad meridiana de sol: “Yo sencillamente he dicho: no quiero que mi hermano sufra hambre, no quiero que le roben su trabajo, no quiero que sea muerto en tierra extraña…” Y, sin embargo, había gente enfurecida, dispuesta a romperle la guitarra, empeñada en disecar la voz que canta sobre un madero oscuro, resuelta a convertir los huesos en harina carcelaria. Esta rabia apenas explicable surge como reflejo invertido de la solidaridad; como hace notar Inti Clark Boscán: desde los primeros poemarios de Fernández Oviol, la escritura es un acto solidario, de reconocimiento del otro que padece y mengua, es palabra que participa de la corriente comunal, “…una región viva que quiere tender puentes y descifrarse…”

En esta Noche, en los márgenes interiores de la Sierra, lejos, remotamente lejos de los furores cuadriculados de la ciudad, desvestido de mis inquietudes y supersticiones de ciudadano, simplemente habitante de la noche, espectro en la casa de la niebla, agazapado de la humedad de la montaña como un animal salvaje, entiendo que: “Poeta es quien aprieta un pedazo de carbón y lo convierte en un diamante… y luego lo regala como quien da un pedazo de carbón.” Y recuerdo en el fresco olor de mujer de la Noche cabureña, que los poetas no mueren, sólo fingen dormir un poco más profundamente…para mejor poder soñar.

Camilo Morón